Estoy sentado en la confitería Aromi, en plena Avenida Corrientes, tomando un café con crema. Quizá una de las costumbres más visibles que me pegó mi vieja. Los últimos rayos de sol iluminan la tarde otoñal de Buenos Aires y la calle está congestionada de gente que retorna a sus hogares después de otra jornada laboral (¿la última?).

Hace una o dos semanas que no me siento a escribir por distintos motivos. Para empezar, no tuve ganas. Pero también es verdad que no supe de qué. Pasa que cuando no hay nada interesante es difícil poder hacerlo con entusiasmo. Sin embargo, el problema de mi bloqueo no fue estrictamente ese, sino todo lo contrario: han pasado demasiadas cosas y todo está sobre-debatido.

En menos de un mes el país agravó críticamente su situación ya delicada y entramos en modo “sálvese quien pueda”. Imagínense a la velocidad que corren las noticias acá que ya parece lejano el informe del INDEC sobre el 42% de pobres en el país. Algo gravísimo. Casi la mitad de la población en Argentina es pobre. Pero ya es viejo. Ya nos indignamos con eso y ahora toca otra cosa. Es momento de enojarse -o no- con el nuevo encierro. Porque ni voy a mencionar las viejas restricciones nocturnas, ya que, imagino, también quedaron en el olvido.

Habló el Presidente y estalló la tregua política en el país. Los más de 27.000 casos del martes bastaron para pegar un volantazo violento en la estrategia sanitaria del Gobierno. Pero, esta vez, no fue un comunicado conjunto de la alianza “Anti-Covid”. Este miércoles ese pacto entre Alberto, Axel y Larreta, que sabíamos que terminaría más temprano que tarde, finalmente se rompió. Ahora, cada uno buscará su tajada: Provincia será inflexible en las medidas dictadas por Nación y CABA abrirá fuego.

En este punto, y por cómo están dadas las cosas, las clases presenciales serán el caballito de guerra. Que educación sí y que educación no. Que presencialidad sí y que presencialidad no. Y será una batalla que tendrá un ganador este mismo lunes cuando nos levantemos y comprobemos con nuestros propios ojos si los pibes de Capital Federal continuaron o no yendo a las escuelas. Pero este no fue un asunto que sólo molestó a opositores, ya que, el mismísimo Ministro de Educación de la Nación, Nicolás Trotta, le habría presentado la renuncia al Presidente luego de ser desautorizado públicamente ante todo un país. Recordemos que, horas antes del anuncio de Alberto Fernández, Trotta había confirmado la continuidad de la presencialidad en los colegios.

Parece entonces que a partir de ahora cualquier solución es mala. Si no cerraban, las terapias intensivas colapsaban. Al cerrar, la economía del país se desplomará aún más. ¿Quién tiene la solución? Quizá, lo más sensato hubiese sido respetar las promesas hechas allá por diciembre, cuando el Presidente confirmaba que para marzo habría diez millones de vacunados. Sin embargo, lejos estamos de eso. Hoy, sin ir más lejos, fui al club Ferro y vi con mis propios ojos el desastre: salas de espera vacías. No hay vacunas. Al menos hasta el domingo, día en que llegarían 900.000 dosis de AstraZeneca provenientes de Ámsterdam.

Y entre tantos interrogantes sin resolver, me permito una humilde reflexión. ¿No hubiera sido una solución tener las vacunas prometidas, cerrar el país quince días y vacunar a esos diez millones de ciudadanos en situación de riesgo en ese lapso de tiempo? En fin, imagino que tan sencillo no será o no quieren que sea. Mientras tanto, dejo hasta acá mis líneas para poder terminarme mi café con crema antes de que se me hagan las 20.
Café con crema
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